Soy porteño, me siento porteño, es más, soy playanchino y me siento orgulloso de serlo.
Formar parte del grupo selecto al que me refiero no implica simplemente vivir en un lugar y compartir ciertas costumbres en común como muchos creen, también involucra una familiarización con el entorno y de las personas, entes o instituciones formales o no formales que pertenecen al lugar. Es ahí cuando aparece el Santiago Wanderers de Valparaíso como un nexo irremediablemente emparentado con una ciudad completa, y me atrevo a decirlo también, con una región.
Es sábado, cerca de las 9 de la noche y con mis amigos después de una ardua sesión de trabajo cubriendo a Wanderers, nos acercamos al Roma a celebrar y a disfrutar algo del triunfo que sigue manteniendo ilusionada a una ciudad entera. El verde sigue peleando arriba y de allí no se quiere escapar, aunque a muchos no les convenga.
Entre los “eseaene” y las cervezas uno de mis amigos ofrece su casa, como ya es habitual, para beber algo y hacer un asado de celebración, somos tres los que accedemos pero probablemente lo más motivados. Cuando voy en el micro con ellos me doy cuenta de que soy el más joven y probablemente los cuatro pertenezcamos a distintas generaciones de wanderinos, en el bus nos miran con cara de gusto y como ya es costumbre los vecinos se ponen contentos de ver tanta camiseta verde por Playa Ancha, porque claro, si vamos a celebrar que sea en la República Independiente po’.
Las más de diez mil personas que bajaron de los cerros, muchos playanchinos, acercándose al estadio, lo hicieron sin mucho más que fe y amor al Wanderers. Lógicamente todos en búsqueda de ese nirvana de liberación de tanto sufrimiento y renacimiento que significa el grito de un gol, que por estos lados no sobran pero sí nos han servido para mantener el sueño vivo.
Esa liberación y renacimiento tiene que ver también con lo que significa Wanderers para la gente, no tanto como un club de fútbol sino como un pilar fundamental en la vida de alguien. En abril de este año la peor tragedia en la historia del puerto desolaría a un importante grupo de personas con el verde como color de su sangre, es ahí cuando la “wanderinidad” aflora como bandera de lucha y forma de vida.
Mientras iba camino a los cerros afectados por el incendio inmediatamente vi camisetas de color verde y banderas que medio chamuscadas salían a relucir en un gris panorama. Jugadores y cuerpos técnicos de Wanderers se acercaron a ayudar, algunos jugadores de divisiones menores y utileros del plantel de honor habían sufrido la pérdida de sus enceres. Pero no solo venían por ellos, venían a levantar a una ciudad en la que ellos son un nexo marcado a fuego en sus calles y barrios.
Sobraban los “eseaene” por el cielo y manos para ayudar, mientras todos se ponían de pie, unos días antes el club perdía por la mínima ante un cuadro albo que celebraba un campeonato en nuestras narices, ese dolor era pequeño respecto al que estaba sufriendo el porteño a pie.
Actividades de sobra harían que poco a poco los cerros afectados por el megaincendio se levantaran y siguieran con esa actitud a veces irrisoria que tiene el porteño y wanderino: nos podemos caer mil veces, pero todas las que nos levantemos nos llevarán nuevamente a tocar la gloria. Así es acá en Playa Ancha, del verde y blanco es del único color que se habla, los postes le hacen honor y cuando esos de pocos amigos te ven con aquella camiseta a altas horas de la madrugada prefieren dejarte seguir tu camino porque saben que no simplemente están emparentados en colores sino en vida, no importa del lado en que vengas ni donde vayas, levantarte y seguir adelante, en contra de todo y todos es un lineamiento fundamental para los caturros.
Alguna vez cerca de la casa de aquel amigo donde fuimos a celebrar me trataron de asaltar, dos cabros chicos, uno con una bufanda de mis propios colores. Terrible sería para mi saber que aquellos imbéciles deshonran uno de los amores de mi vida, pero como en todo nada es perfecto.
Aquella noche del asado de celebración, cuando el Pepe nos contaba historias del ‘Wander’ de los años 50’s, el Carlos de los 70’s y el Mauro de los 80’s y 90’s me daba cuenta de que un simple club de fútbol había unido generaciones que quizás jamás se hubiesen cruzado en Valparaíso, en Playa Ancha, pero aunque muchos les duela no es un simple club de fútbol.
Probablemente si no fuera por el equipo de mis amores que me heredó mi viejo no habría tenido muchas razones para relacionarme como amigo con él, en una de esas ni lo hubiese pescado. Ahora el primero que abrazo cuando se desata el nirvana comunitario es a él, qué más puedo hacer, es un mínimo agradecimiento de todo lo que ha hecho en mi vida. Mi viejo me enseñó a amar a Valparaíso, a respetarlo, a reconocer a mis vecinos y al otro respetarlo como si fuese un hermano, aquella enseñanza heredada de mi padrino, que hace algunos años se fue, es la misma que tienen gran parte de los barristas, muchas veces estigmatizados por su forma de ser y hasta de vestir, pero olvidando lo que hay de fondo, lo que implica también tener estos colores de fondo.
No me importa el cabro chico angustiado que usa una camiseta, porque en todos lados hay y habrán, ellos ya tendrán su momento de pagar, hablo de los que en plazas, calles, demuestran con hidalguía su amor a la ciudad con una tricota, esos mismos que pintan murales y le piden permiso a los vecinos, esos de los que hablan mucho pero no dicen nada de verdad.
Me dicen que celebrar un triunfo no es nada, yo les digo que celebrar es lo único que se puede hacer en una ciudad que muchas veces vive en un estigma, desolada, con más cesantía de la que podríamos imaginar. Yo celebro a Valparaíso, yo celebro a Wanderers porque uno no sería lo que es sin el otro, uno no se entendería sin el otro, porque yo no sería lo mismo sin el Decano.
Tal como dice Agustín Squella, escritor de «Soy de Wanderers (Y de Valparaíso), el club y la ciudad son como los boleros, duelen pero también gustan. Cuando ese dolor se convierte en amor y eterno agradecimiento, el disfrute el máximo, no hay estigmatización ni centralismo que le dé pelea ni que se compare.
Y hoy que estamos cerca de la gloria quizás muchos aparezcan a disfrutar de los grandes momentos, pero nosotros los que hemos vivido con esta exquisita carga de colores y vivencias solamente sonreímos, porque tal como nuestra ciudad y los barcos que colorean nuestra bahía, los momentos van y vienen. Cuando nos vuelva a tocar el firmamento seguiremos celebrando, y cuando sea necesario ayudar a levantar la ciudad completa si es necesario ahí estaremos, pero todo pasa a segundo plano cuando sabemos que ante cualquier situación preferimos morir de pie que vivir arrodillados, así aprendimos, así nos enseñaron, así somos los hinchas de Santiago Wanderers de Valparaíso.