TODA UNA AFRENTA
La falsa asepsia, prolija, pura y totalmente descontextualizada, presente en la obra y producción de los que dicen llamarse escritores, editores y gente del quehacer cultural pro-sistémico, es abiertamente inaceptable, condenable y repudiable. El llamado «a la buena onda», homologable a «la política de los consensos» de la gran clase traidora política en Chile, la Nueva Mayoría de partidos por la democracia (ex Concertación de partidos por la democracia), ha degenerado en la precarización y pauperización no solo económica de los más desposeídos en el país, sino que también este nefasto régimen de acumulación ha engendrado la precariedad intelectual, la pauperización de la función crítica y un profundo vacío ético y moral en la esfera cultural chilena, donde no es difícil en absoluto encontrar por doquier contradicciones en el discurso de intelectuales y artistas, quienes dicen adherir al naciente clima de malestar e indignación social debido al destape de los innumerables casos de corrupción y colusión acaecidos en el país, pero que con su actuar perpetúan las mismas políticas reprochables por las cuales la sociedad pide explicaciones el día de hoy. La disociación entre pensamiento y acción, sumado a una tremenda incapacidad de reflexión y autocrítica, decanta en la más abierta de las hipocresías, modus operandis instaurado desde el amiguismo concertacionista en la “industria cultural” chilena.
Esta asepsia, consecuencia del proyecto de modernidad neoliberal impuesto en Chile, se manifiesta en una invitación a callar toda disidencia que cuestione el modelo impuesto, logrando permear hasta la misma producción artística dentro del campo cultural. Por eso, la producción literaria chilena presenta hoy por hoy características muy similares; una obra de arte manifiestamente abúlica, ajena al tiempo y lugar presente (se huye hacia mundos mágicos, dragones, magos), edulcorada de un romanticismo decimonónico y anémico (la llamada tarjeta postal), o en último caso, se intenta pintar la decadencia en base a una contingencia superficial, tipo «Walking Dead», tomando así mismo la posición de «rebelde adaptativo», donde las cosas están mal porque sí, y donde cambiar ese escenario resulta inconcebible. Toda esta producción evade siempre lo más importante, el sustrato de la obra, la reflexión desde donde se erige la teoría y se plasma el elemento creativo que pueda haber en ella.
El modelo económico de libre mercado desplaza la responsabilidad absoluta hacia el consumidor, es éste quien tiene la última palabra, quien otorga en última instancia valor al producto cultural, y decide los destinos de quienes triunfan y de quienes son derrotados en este “juego” de mercado. Frente a las políticas de mercado, el actuar de nuestros artistas es directamente operacional. No cuestionan la injerencia del mercado (este ente reificado por nuestros economistas hasta el punto de la deificación), simplemente aceptan los lineamientos impuestos (de los contrario, saben que serían castigados por aquella herejía, siendo desterrados del paraíso de consumo neoliberal), por ello, sin ninguna clase de pudor, deciden mutilar su obra, reduciendo lo poco y nada de artístico que tuviese, transformándola en un producto de consumo masivo con exclusiva finalidad mercantil; con las tres b, de bueno, bonito y barato. Quizás deberíamos volver a la concepción clásica de la economía, que centraba el valor de la mercancía en el trabajo, siendo el trabajador con su esfuerzo el que daba valor al producto, siempre dentro de los límites de un medio social dado, nunca en este esquema “atemporal” y “a-locado”, llamado mercado.
También existe la opción de lo público, frente a los abusos del mercado siempre está el Estado que debe funcionar como contención y árbitro, asegurando el bienestar y un piso mínimo de dignidad para todos. De seguro existe una planificación desde el Estado para asegurar la calidad de la producción cultural en Chile, ¿verdad?…
Sin embargo, no existe relación más clientelista y utilitaria que la relación existente entre el mundo cultural y artístico chileno y el actual Consejo de la Cultura y las Artes de Chile (CNCA). Este invento nacido durante el gobierno de Lagos, no solo ha sido la herramienta más importante para mantener silenciada la disidencia política de los pensadores y artistas del país, sino que ha contribuido también a crear esta especie de clase oligárquica en el ámbito cultural, quienes se pasean continuamente por los pasillos del CNCA en Valparaíso, mamando de la teta del consejo de la forma más grotesca e inconsecuente, transformándose en los intelectuales tradicionales que construyen, muchas veces de forma inconsciente, la hegemonía para el arribo del progresismo neoliberal. Sistemas de fondos concursables como el FONDART, son perfectos para controlar y dirigir la producción cultural, lo que es permitido decir o no decir en materia artística. Si existiese un productor artístico cuya obra interpela o pone en entredicho los intereses de consolidación hegemónica del proyecto moderno neoliberal, simplemente pierde la financiamiento para llevar a cabo sus proyectos, sucumbiendo en el abismo del silencio y del olvido. Con excusa de que “los fondos nunca alcanzan para todos” o que “lo que llamamos calidad en el arte es muy relativo”, con respecto a los procesos de selección, se legitima un accionar muy acorde con las políticas neoliberales de focalización en la distribución de los recursos. Nunca se podrá responder a la totalidad de requerimientos y financiamiento que merece la cultura en Chile, ya que bajo la óptica neoliberal esa es una repartición de recursos “ineficiente”, con lo cual aparece la lógica de los quintiles-deciles y demases, con la cual se excluye selectivamente (como el caso del FONDART) a quienes legítimamente poseen un corpus de obra de calidad artística, con propuestas propositivas que buscan el cuestionamiento de todas las certidumbres (incluyendo las del mercado), y a quienes, de forma totalmente injusta y arbitraria, se los ha dejado morir en la periferia.
Después de esta oscura mirada a los mecanismos de funcionamiento en la industria cultural chilena, solo queda esperar (y no solo esperar, sino que también propiciar) la explosión de la rabia social dirigida esta vez hacia el ámbito cultural y artístico. Esperemos que este fuego purificador, el de la indignación contenida durante tantos años, fruto de la brutal y sangrienta dictadura, hasta la indolente e injusta intromisión del mercado en todos los ámbitos de nuestra vida (y amparada por la clase política actual), con la consecuente pérdida de nuestros derechos y dignidad, resulte en el comienzo de un proceso transformador profundo, en pos de la transformación de nuestras instituciones, tanto artísticas y culturales, como sociales y económicas. Frente a esta realidad actual de impugnación al poder, resultan legítimas las demandas del Grupo Casa Azul: el intentar levantar la calidad, tanto estética en la producción como ética en el productor cultural, lo cual resulta toda una afrenta para quienes son producto del condicionamiento del modelo de mercado actual, modelo que podemos definir como “una ideología estéril y una guerra contra los pobres”.
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